Lo veía pasar todos los jueves. Corría la cortina para espiarlo y se ponía colorada, aún cuando sabía que nadie la veía. Pero la sola sensación de observar a ese hombre flaco y de andar desgarbado, la ruborizaba un poco. Lo que sí sabía perfectamente era que su padre le tenía absolutamente prohibido hablar con él; ni siquiera lo ablandaba el hecho de que ese muchacho, el hijo de Don Esteban, obrero del frigorífico Swift Armour, tocara el piano como nadie en el barrio.
Y era eso lo que ella más admiraba, porque se sentía incapaz de hacerlo, por más que su padre la hubiera hecho estudiar en el conservatorio, por más que hubiese pasado 8 meses en Ginebra con los mejores profesores de piano del mundo.
Así de diferentes eran sus mundos: ella (Alicia es su nombre) única hija del banquero Frank Osserman, la que vivía en la mansión más lujosa del barrio, la que iba cada día al Instituto de la Medalla Milagrosa conducida por su chofer a bordo de un lujoso Ford Fairlane; él (Mario era su nombre) había hecho la primaria en la N° 12, la escuela del barrio, y viajaba en el colectivo 503 para asistir a Bellas Artes.
Alicia nunca había escuchado a Mario tocar el piano, ni había hablado nunca con él. Además de la estricta prohibición de su padre, ella, con sus 16 años, era muy tímida como para acercarse a ese muchacho que ni siquiera le resultaba demasiado atractivo. Lo que la conmovía era saber (todos en el barrio lo sabían) que Mario tocaba el piano como nadie, que tocaba Chopin a primera vista, y que en sus conciertos en la Cultural, sus vecinos se ponían de pié para aplaudir los preludios de Liszt o los conciertos de Rachmaninoff.
Lo que ella no sabía (como tantas otras cosas que nunca supo) era que, además, Mario se juntaba con sus amigos y tocaba otra música. Hacía apenas un par de años que en las disquerías del centro habían aparecido los discos de algunos conjuntos nuevos, con músicos de pelo largo y ritmos excitantes, y Mario sentía que con esa música podía expresar otras cosas que le estaban pasando, y que no sabía muy bien por qué le pasaban.
Tampoco sabía Alicia el porqué de la prohibición de su padre. Más de una vez le escuchó decir que Don Esteban era peronista, pero no tenía la menor idea de lo que eso quería decir, y mucho menos se imaginaba la razón para no acercarse a esa gente que parecía tan buena, que disfrutaba del Concierto de Piano en DO mayor n° 21 de Mozart, tanto como ella lo disfrutaba.
Por aquellos años, Mario empezó a pensar en otras cosas. La música, su pasión, empezó a ocupar cada vez menos tiempo en sus actividades. Nuevas pasiones lo conmovían; probablemente estuvieran allí desde antes, pero nunca lo habían desvelado tanto como ahora con sus 18 años. Eran tiempos en los que cambiar al mundo parecía no ya meramente algo alcanzable, sino una obligación.
Mario se había formado intelectualmente junto a los sacerdotes capuchinos, para quienes la opción por los pobres que el Evangelio señala era toda una elección de vida. Así lo había sentido en los cursillos a los que había asistido, pero ahora sentía que esa opción requería de él otros compromisos, otras apuestas que estaba dispuesto a afrontar, poniendo en riesgo su propia vida, si fuera necesario.
Con el tiempo, Alicia dejó de ver a Mario a través de su ventana. El muchacho flaco y desgarbado dejó de aparecer por el barrio, y si bien le llamaba la atención, nunca se preguntó qué había sido de él.
Lo recordó una tarde de 1974, cuando eligió el Concierto para piano en DO mayor n° 21 de Mozart para su casamiento.
Lo recuerda de vez en cuando, cuando les habla a sus hijos y les cuenta que ése es su concierto favorito, y que también era el de su padre, el banquero Frank Osserman, secuestrado el 12 de noviembre de 1975 por un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo.
Lo recuerda porque ella sabía que el Concierto para piano en DO mayor n° 21 de Mozart era también el concierto preferido de Don Esteban y de Mario, ese muchacho flaco y desgarbado al que, si bien no sabe por qué, su padre le tenía prohibido ver, y que un día dejó de aparecer por el barrio, por motivos que, como tantas otras cosas en su vida, Alicia nunca supo.
Y era eso lo que ella más admiraba, porque se sentía incapaz de hacerlo, por más que su padre la hubiera hecho estudiar en el conservatorio, por más que hubiese pasado 8 meses en Ginebra con los mejores profesores de piano del mundo.
Así de diferentes eran sus mundos: ella (Alicia es su nombre) única hija del banquero Frank Osserman, la que vivía en la mansión más lujosa del barrio, la que iba cada día al Instituto de la Medalla Milagrosa conducida por su chofer a bordo de un lujoso Ford Fairlane; él (Mario era su nombre) había hecho la primaria en la N° 12, la escuela del barrio, y viajaba en el colectivo 503 para asistir a Bellas Artes.
Alicia nunca había escuchado a Mario tocar el piano, ni había hablado nunca con él. Además de la estricta prohibición de su padre, ella, con sus 16 años, era muy tímida como para acercarse a ese muchacho que ni siquiera le resultaba demasiado atractivo. Lo que la conmovía era saber (todos en el barrio lo sabían) que Mario tocaba el piano como nadie, que tocaba Chopin a primera vista, y que en sus conciertos en la Cultural, sus vecinos se ponían de pié para aplaudir los preludios de Liszt o los conciertos de Rachmaninoff.
Lo que ella no sabía (como tantas otras cosas que nunca supo) era que, además, Mario se juntaba con sus amigos y tocaba otra música. Hacía apenas un par de años que en las disquerías del centro habían aparecido los discos de algunos conjuntos nuevos, con músicos de pelo largo y ritmos excitantes, y Mario sentía que con esa música podía expresar otras cosas que le estaban pasando, y que no sabía muy bien por qué le pasaban.
Tampoco sabía Alicia el porqué de la prohibición de su padre. Más de una vez le escuchó decir que Don Esteban era peronista, pero no tenía la menor idea de lo que eso quería decir, y mucho menos se imaginaba la razón para no acercarse a esa gente que parecía tan buena, que disfrutaba del Concierto de Piano en DO mayor n° 21 de Mozart, tanto como ella lo disfrutaba.
Por aquellos años, Mario empezó a pensar en otras cosas. La música, su pasión, empezó a ocupar cada vez menos tiempo en sus actividades. Nuevas pasiones lo conmovían; probablemente estuvieran allí desde antes, pero nunca lo habían desvelado tanto como ahora con sus 18 años. Eran tiempos en los que cambiar al mundo parecía no ya meramente algo alcanzable, sino una obligación.
Mario se había formado intelectualmente junto a los sacerdotes capuchinos, para quienes la opción por los pobres que el Evangelio señala era toda una elección de vida. Así lo había sentido en los cursillos a los que había asistido, pero ahora sentía que esa opción requería de él otros compromisos, otras apuestas que estaba dispuesto a afrontar, poniendo en riesgo su propia vida, si fuera necesario.
Con el tiempo, Alicia dejó de ver a Mario a través de su ventana. El muchacho flaco y desgarbado dejó de aparecer por el barrio, y si bien le llamaba la atención, nunca se preguntó qué había sido de él.
Lo recordó una tarde de 1974, cuando eligió el Concierto para piano en DO mayor n° 21 de Mozart para su casamiento.
Lo recuerda de vez en cuando, cuando les habla a sus hijos y les cuenta que ése es su concierto favorito, y que también era el de su padre, el banquero Frank Osserman, secuestrado el 12 de noviembre de 1975 por un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo.
Lo recuerda porque ella sabía que el Concierto para piano en DO mayor n° 21 de Mozart era también el concierto preferido de Don Esteban y de Mario, ese muchacho flaco y desgarbado al que, si bien no sabe por qué, su padre le tenía prohibido ver, y que un día dejó de aparecer por el barrio, por motivos que, como tantas otras cosas en su vida, Alicia nunca supo.
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