martes, 12 de septiembre de 1989

Septiembre 12 de 1989

Comienzo por apuntar: no estoy solo; hay un viento gélido que se cuela por alguna rendija de la ventana y no sé si es esto o la música que atrona por los parlantes lo que me pega en la cara.
De repente, los ruidos del piso de arriba me hacen recordar que estoy todavía en el departamento (como siempre). Hace un rato creí que estaba en una playa de California o en un barrio del Gran Buenos Aires, aunque me daba lo mismo. Siempre me pasa cuando escucho esta música: me confunde, me engaña, me lleva a lugares a los que no debería ir, porque cuando regreso me siento mal.
A veces creo que en realidad no hay ninguna música; son todos inventos míos, no tienen relación entre sí. Son mundos diferentes que tienen una cita de vez en cuando, acá, en casa. Se encuentran cuando el sol se cae, se estudian un rato, a veces hacen el amor toda la noche, a veces sólo se acarician, saben que finalmente son distintos, que se van a separar. Saben que su destino indica que cuando suene el despertador, a la mañana siguiente, será el principio del fin.
En los días de sol, la agonía dura todavía un poco más. Pero no hay remedio, indefectiblemente se separarán, cuando abra la puerta de la oficina y el gerente, con sus labios rodeados de granos musite: “buenos días”.