sábado, 5 de febrero de 2005

palabras de patagonia

Durante miles de años, las palabras pasaron de boca en boca. Treparon las agudas crestas del granito andino, se deslizaron por los blancos glaciares cordilleranos, atravesaron los bosques patagónicos, fluyeron por los ríos de la araucanía, volaron con el viento en las mesetas del sur de suramérica; recorrieron los canales fueguinos y besaron las sales de las costas de los mares australes.
Entonces, no había libros. La leyenda nos dice de mitologías pobladas de guanacos, de historias de pescadores. Allí, en toldos engrasados en el frío austral, los abuelos y los padres y los hijos y sus hijos utilizaron la palabra para enseñar a trabajar el ciprés, para construir las canoas, para leer la nieve, para escuchar el mar; para inventar, vivir, contar y soñar sus sueños.
Allí, en el siglo XVI, llegaron los primeros hombres con barba y cruz. Allí, hacia fines del siglo XIX, los estancieros cazaron a los indios para que sus ovejas pastasen en paz.
Allí, hacia fines del siglo XX, calló su voz la última descendiente de los selk’nan.
¿Quién nos contará los cuentos de nieve y mar?

martes, 1 de febrero de 2005

besos de verano


summer kisses, winter tears…

No acababa de cambiar un milímetro la posición de su cara que yo adivinaba una nueva curva en ella, un excitante vaivén voodoo chile en sus tetas, otros colores que se chorreaban desde un segundo más alto que el centro de la posición de mi mirada anterior.

El tiempo y algunos de los juncos de la escenografía (por detrás, en la otra laguna) eran perfectamente astronómicos. Una conjunción irreverente, un chispazo licoreado menta, un minucioso ritmo algebraico en el que cada roca (las visibles y las que los rayos de sol hacía rato que habían dejado libradas al olvido) sostenía a su propia base mágica y mineralógica.

Si aquella pequeña eternidad hubiese durado tan sólo un poco más, es probable que nunca se hubiese despertado aquel manjar de discursos desafinados; tan juveniles, tan exquisitamente malbec, acaso anacrónicos para mí. Pero en definitiva qué era aquel deseo (mi deseo) sino una pertinaz y voluntaria necesidad de destruir todo vestigio de tiempo.

Y en aquel éxtasis precoz, no hubo revolución bolchevique posible, ni espacio real-ni-imaginario, ni barcazas en el Támesis capaces de recomponer la lenta agonía en que todo fue sumiéndose, cansado quizás el tiempo de esperar que yo esperase un tiempo que nunca llegaría.

Fue por entonces que, tras crepitar la luna justo algunos centímetros por encima de aquel ritmo algebraico de rocas licoreadas menta que se bañaban en colores cambiantes desde cualquier posición en que mis discursos desafinados se chorreaban al contemplar el vaivén voodoo chile de sus tetas, en que el último cambio en la posición de su cuerpo, me indicó por fin que todo aquel tiempo que por un instante me hubo pertenecido, había sido irremediablemente fusilado.


febrero de 2005