Durante miles de años, las palabras pasaron de boca en boca. Treparon las agudas crestas del granito andino, se deslizaron por los blancos glaciares cordilleranos, atravesaron los bosques patagónicos, fluyeron por los ríos de la araucanía, volaron con el viento en las mesetas del sur de suramérica; recorrieron los canales fueguinos y besaron las sales de las costas de los mares australes.
Entonces, no había libros. La leyenda nos dice de mitologías pobladas de guanacos, de historias de pescadores. Allí, en toldos engrasados en el frío austral, los abuelos y los padres y los hijos y sus hijos utilizaron la palabra para enseñar a trabajar el ciprés, para construir las canoas, para leer la nieve, para escuchar el mar; para inventar, vivir, contar y soñar sus sueños.
Allí, en el siglo XVI, llegaron los primeros hombres con barba y cruz. Allí, hacia fines del siglo XIX, los estancieros cazaron a los indios para que sus ovejas pastasen en paz.
Allí, hacia fines del siglo XX, calló su voz la última descendiente de los selk’nan.
¿Quién nos contará los cuentos de nieve y mar?
Entonces, no había libros. La leyenda nos dice de mitologías pobladas de guanacos, de historias de pescadores. Allí, en toldos engrasados en el frío austral, los abuelos y los padres y los hijos y sus hijos utilizaron la palabra para enseñar a trabajar el ciprés, para construir las canoas, para leer la nieve, para escuchar el mar; para inventar, vivir, contar y soñar sus sueños.
Allí, en el siglo XVI, llegaron los primeros hombres con barba y cruz. Allí, hacia fines del siglo XIX, los estancieros cazaron a los indios para que sus ovejas pastasen en paz.
Allí, hacia fines del siglo XX, calló su voz la última descendiente de los selk’nan.
¿Quién nos contará los cuentos de nieve y mar?